10 sept 2012

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Nieves Mª Merino Guerra
GRAN CANARIA- ESPAÑA

LLUEVE EN LAS ISLAS

Y me ha parecido estar mojándome bajo el rumor de ése canto en ésta ciudad también, aunque sea verano. Todas las lluvias son similares y las sensaciones las mismas cuando... llueve. El viento, arrasa también cuando se une a la lluvia que rompe los cristales o los estores de las ventanas que, descuidadas, quedaron abiertas. Empapan el suelo de las terrazas y balcones llenas del hollín que se respira. Y se agradece... llueve... SÍ... Y donde antes corrían barrancos y acequias, ahora se inundan calles y plazas de garajes, pisos bajos... La luna, tímidamente creciente, quiere asomar sus cuernos iluminando las nubes. Llueve... No solo en todas las ciudades fantasmas, aparecidas de la nada en donde antes había campos... o el mar. Que también se enfurece y se rebela rompiendo los diques que le han impuesto como si fuesen de papel. Siguen viéndose refugiados en los portales. Bajo alguna esquina... sí... esperando a que escampe o amaine el viento en la soledad de las ciudades vacías. Como la tuya y la mía. Con el rumor de los vehículos que salpican más las aguas empantanadas donde antes corrían libremente hacia el mar. Pero no hay nieve en la cumbre. Es verano. Y un calor pegajoso hace sudar. El aire huele diferente. No como en los campos, donde los perfumes de los árboles, hierbas y flores, parecen embriagar el ambiente. No con ése olor a tierra mojada y fresca, que oxigena y se aspira con ansia. No. Se respira otro aire, electrizante. Con menos humo. Menos denso. Pero sin perfumes a flores. Sí a restos de basura que salen de las cloacas a veces atascadas de las tapas rotas de los sumideros en las aceras, inundando de inmundicias, ratas, cucarachas. No se oyen grillos. Ni ranas.  No, llueve.Y el alma se entumece también con ésa melancolía que se hace gris no solo en el firmamento. Se medita diferente.  Llueve... Es agua, vida, principio y esperanza, limpieza. Y postes también que rompen. Palmeras que se agitan silbando y bailando junto al viento cimbreándose hasta parecer besar el suelo asfáltico entre las farolas de la avenida con sus hojas como melenas sueltas que barren los charcos. Árboles que parecen recuperar un color olvidado casi verde, limpios de la mugre de sus hojas. Llueve en la ciudad. Da igual cual sea. Llueve diferente. Experimentando en mi lo vivido con una intensidad inenarrable desde el balcón donde estoy en mi casa, y en la ciudad, construida en terreno ganado al mar que cuando se embravece se burla de los pilones de piedras, muelles deportivos, avenidas flamantes, inundando y golpeando con sus olas cualquier muro de contención, para reventar en las autopistas .Con sirenas de bomberos, policías, luces de desvíos y avisos. Las siluetas fluorescentes de los encargados de mantenimiento en carreteras, discos, conos, colas de automóviles en hora punta. Caras de cansancio. Hastío. Miradas perdidas. Cejas fruncidas. Rostros serios, meditabundos. Tristes. Con éste silencio que casi parece envolverlo todo. No solo lo que nos circunda. Se oye el arrancar de un coche. Murmullos como ecos arrastran algunos.  Silencio. Silencio y soledad. Mucha soledad entre tanta gente. Demasiada soledad. Como si no hubiese vecinos. Como si cada edificio y hogar estuviese a kilómetros de distancia. Ni un murmullo. Ni una voz, ni un saludo amable. Con suerte, miradas que se esquivan. O se pegan al suelo. Ausentes. En sus propios mundos, vidas, problemas, preocupaciones, en un crisol de razas y colores como en ningún otro lugar. Canarias entre continentes. Islas puente. Donde algunos vienen y van de paso y otros quedan para siempre. Solo ruidos en la calle que se cuelan a través de mis ventanas entreabiertas con los estores algo rotos por el fuerte viento que déspotamente y sin aviso, se filtra con fuerza y arrasa. Cierro rápidamente, aunque en algunos lugares, la terraza es muy amplia, llego algo tarde. Y justo cuando acabo de cerrarlas, amaina también el viento y el calor húmedo hasta el extremo vuelve a hacerse presente, agobiante. Asfixiante.  Sin levantarme de la silla de escritorio (tiene esas ruedecillas geniales) me hago hacia atrás y vuelvo a abrir un par de ventanas, ¡que entre aire!, aunque se cuele el ruido molesto.  Extraño voces amigas. Extraño a mi gente.   Mi pequeño duerme, solo escucho, de nuevo, como cada noche y muchos días, solo mi voz. Mi mente. Mi pensamiento. Mi alma. Sentimientos, caleidoscopio incesante de angustias, preocupaciones y cansancio.   Aquí, ya no llueve. Pero sigue siendo la ciudad anómala sin más años que la de su conquista y reconquista humana y al mar. A la mar, donde antes era un arenal entre dos playas. No sé por qué, imagino ahora mismo una sonrisa en tu rostro al leer esto. Es como si te viese. Sintiese. Adivinase. Ahora zarandea un viento cálido. Un trueno lejano. Relampagueo que debo mirar si proviene de las nubes o de los faros de los coches que desean llegar pronto a sus casas, gente seguramente, impaciente.  Hartazgo. Son, somos, privilegiados.  Seguro que el vagabundo vocacional ya está tapado con plásticos y cartones, cubierto bajo algún portal, arrebujado entre sus escasas y mugrientas pertenencias, es el único libre. El menos solitario. El más feliz.   Disfruta de ésa lluvia, aunque sea en la ciudad. Seguro que es más verde que la mía. Seguro. Y más limpia también. Con aire más puro y menos denso.
También llueve en mí por dentro y se anegan mis entrañas.

NIEVES MERINO GUERRA